Adolfo Suárez, líder y estadista

23/03/2014 - 23:00 Emilio Fernández Galiano

El 2 de julio de 1976 el Rey llama a Torcuato Fernández-Miranda para comunicarle la dimisión de Arias Navarro como presidente del Gobierno. El Consejo del Reino debería preparar una terna con tres candidatos para presentarla a Su Majestad, en apenas veinticuatro horas. De los 32 propuestos inicialmente, y después de un sinfín de descartes, se llega a la definitiva: Silva Muñoz, López Bravo y un tal Suárez González, Adolfo. A media tarde del sábado 3 de julio, Fernández-Miranda llama al Rey: “Señor, estoy en condiciones de ofrecerle lo que me ha pedido”. La elección de Suárez estaba en el guión, un libreto que se empezó a escribir en enero de 1969, en una visita de los entonces Príncipes a Segovia. Les recibió un joven de provincias de buena presencia y una simpatía desbordante, a su vez gobernador civil. Algo le diría a don Juan Carlos para condicionar el futuro de la historia de España, pero al poco tiempo ese chico provinciano era nombrado máximo responsable de Televisión Española. A partir de entonces se protegió la cobertura de la imagen de un Príncipe que por entonces ni la tenía. Todo estaba en marcha.
Y la máquina, jurídica e impecablemente engrasada por Torcuato, funcionó a la perfección para cambiar la ley desde la ley, puesta en escena en el famoso “harakiri” de las cortes franquistas. La memoria es frágil, pero conviene recordar aquí y ahora que la Transición española ha pasado a los anales del Derecho Internacional Público como única y ejemplar. La virtud de Suárez, al margen de sus cualidades naturales, fue “descolocar” al adversario. Lo consiguió con sus primeros y grandes opositores, los paquidermos del régimen, convenciéndoles de que al venir del propio régimen podrían estar tranquilos y que la Reforma Política era lo mejor para el país. Lo consiguió con la oposición antifranquista.
El que un hombre que provenía del Movimiento fuera el que legalizara al partido comunista en plena Semana Santa, despejaba todas las incógnitas. Carrillo aceptó la Monarquía parlamentaria como forma de Estado y la rojigualda como bandera nacional (en sus memorias afirmó que “Adolfo Suárez me pareció tan gran político que a punto estuve de afiliarme en la UCD”). Felipe González abandonó la ruptura y se acomodó en la reforma en el congreso socialista de Suresnes. La Transición es valorada principalmente en términos políticos, pero se realizó con tres condicionantes que no figuraban en el libreto: la crisis económica generada por la subida del precio del petróleo derivando a una inflación descontrolada, un terrorismo desquiciado sembrando de cadáveres el calendario y unas Fuerzas Armadas que, a diferencia de la clase política, se resistían al cambio ancladas en la melancolía franquista. De los tres imprevistos, sólo el último minó realmente su habitual entusiasmo. Y una puntilla que apareció finalmente, fría y desleal y propinada por sus propios compañeros de partido, UCD. A los golpistas se enfrentó, primero dimitiendo (de nuevo descolocando al adversario) y, después, en el propio Congreso de los Diputados, en uno de los momentos épicos que la política actual no podrá volver a aportar. Su negativa a tumbarse ante los disparos de la involución no perfila tanto al héroe, que también, sino al político, al estadista. Cómo él decía, “yo no me tiré al suelo porque era el presidente del gobierno, y un presidente no se humilla”.
Pero la deslealtad de sus compañeros de partido no supo administrarla como el resto de los imprevistos. La vivió con amargura hasta el resto de sus días, los conscientes y los velados por su enfermedad. Con todo, supo perdonar, a los suyos y a sus adversarios –padeció igualmente una oposición socialista inmisericorde-. También soportó con elegancia la aversión de una derecha recalcitrante, empeñada en denigrarle moralmente. Pero tuvo tiempo de razón para percibir el reconocimiento público tras su poca premiada aventura en el CDS –“queredme menos y votadme más”, se quejaba con humorada resignación-. El tiempo aporta serenidad y perspectiva, la suficiente como para advertir, en su recién estrenada ausencia, que Adolfo Suárez permanecerá en el recuerdo de los ciudadanos con tanto cariño en lo personal como reconocimiento en lo público. Y como ejemplo político en liderazgo y en sentido de Estado.