Cuando la oración se hace grito

18/04/2014 - 23:00 Manuel Ángel Puga

Acabo de leer una de las mejores novelas de don Miguel de Unamuno. Me refiero a “San Manuel Bueno, mártir”. La verdad es que ya la había leído en mi juventud, pero al leerla de nuevo he descubierto aspectos y matices a los que antes no había dado mayor importancia. Alguna diferencia debe haber entre leer un libro al comienzo de la vida o hacerlo cuando se está al final del camino. Por ello, creo que es una buena costumbre volver a leer, cuando ya se ha entrado en años, aquellos libros que más nos agradaron en nuestra juventud. Quienes hayan leído “San Manuel Bueno, mártir” recordarán que la acción transcurre en un legendario pueblo, situado junto al lago de Sanabria, en la provincia de Zamora. Unamuno recurre a un artificio literario, ya que la novela está contada en primera persona por Ángela Carballino, devota mujer que, según se narra en la obra, conoció personalmente a don Manuel (San Manuel Bueno), el cura párroco del pueblo. Don Manuel vive totalmente entregado a sus feligreses. Por ellos daría su vida. En él todo era bondad y amor al prójimo… Sin embargo, en el fondo de su alma había un amargo secreto, una profunda tristeza: su falta de fe en la resurrección de la carne y en la inmortalidad del alma. Había en él, escribe Unamuno, “una infinita y eterna tristeza que con heroica santidad recataba a los ojos y a los oídos de los demás”. Por ello, don Miguel lo considera como un verdadero mártir. No un mártir cruento, pero sí mártir por la tortura que padeció al querer creer, y no poder hacerlo. Pues bien, al leer de nuevo esta novela me percaté de que en ella se repite muchas veces aquella frase que Cristo pronunciara en la cruz: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”.
Son numerosas las veces que esta frase aparece a lo largo de la obra. Es evidente que esas palabras causaron una profunda impresión en Unamuno. Ese grito angustiado, preguntándole al Padre por qué le abandona, esa angustia del abandono que Jesús sintió en la cruz, no podían dejar indiferente a don Miguel, un hombre que tanto sabía de angustia. Es algo muy humano experimentar angustia cuando nos sentimos abandonados en un momento difícil de la vida. Siente angustia el niño que se ha perdido y no encuentra a sus padres. Siente angustia el hombre que en un momento difícil esperaba una ayuda, una mano amiga, y no la encuentra… Si esto es así, ¿cuánto mayor no será la angustia del que se siente abandonado en la hora de su muerte? Ciertamente, Cristo tuvo que sentir esa angustia del abandono cuando gritó: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”. Sin embargo, jamás perdió la confianza en el Padre. Jesús sabía que Él estaba allí, junto a la cruz, escuchándole.
Y lo sabía porque cuando pronuncia esas palabras tenía muy presente el comienzo del Salmo 22. En efecto, en una de sus audiencias generales (8-2-2012), el Papa emérito, Benedicto XVI, se refirió repetidas veces a esas palabras de Cristo en la cruz: “Pero, ¿qué significado tiene la oración de Jesús – se preguntó el Papa –, aquel grito que eleva al Padre: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”. Y contestó: “Las palabras que Jesús dirige al Padre son el inicio del Salmo 22, donde el salmista manifiesta a Dios la tensión entre sentirse dejado solo y la consciencia cierta de la presencia de Dios en medio de su pueblo. El salmista reza: “Dios mío, de día te grito, y no respondes; de noche, y no me haces caso. Porque tú eres el Santo y habitas entre las alabanzas de Israel”. Así pues, Cristo se sentía solo, abandonado en la cruz, pero al mismo tiempo era consciente de que Dios estaba allí, en medio de su pueblo.
Aparentemente, Dios estaba ausente; sin embargo, estaba allí, como siempre lo estuvo en cada momento de la vida del Hijo. Finalmente, Benedicto XVI hizo en aquella misma audiencia una importante precisión. Dijo: “En el momento de angustia la oración se convierte en grito”… Así es la condición humana. Cuando el hombre se siente embargado por la angustia, cuando le oprime el dolor y el sufrimiento, su oración se transforma en grito. Esto fue lo que ocurrió en la cruz. Cuando Jesús gritó: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” estaba afirmando su dimensión humana, estaba proclamando que Él era el Hijo del Hombre, es decir, Dios hecho Hombre. Por ello, sintió angustia y padeció dolor como cualquier hombre.