Una España federal, ¿Todavía más café?

24/07/2014 - 23:00 Emilio Fernández Galiano

Fue como la piedra en las lentejas, como la china en el zapato, como el pinchazo con el maletero lleno. Fue el Título VIII de nuestra Constitución. La única arista mal rematada en la compleja obra del nuevo Estado. No hubo problemas –si los hubo se resolvieron consensuadamente- en decidir la forma de Estado, la Corona, la configuración de las Cámaras, el los derechos y libertades, en la configuración del poder Judicial, la de la Hacienda Pública, la política Social, en los Tratados Internacionales… Pero, ay, llegó el Título VIII y se lío parda. Parece evidente que la nueva Constitución tenía que recoger la diversidad territorial en base a culturas y lenguas particulares. De hecho, debía rescatar del pasado los dos Estatutos aprobados en la II República, el catalán y el vasco, y “aprobar” el que se quedó en proyecto con la guerra civil, el gallego.
En principio así estaba pensado. Era el proyecto de lo que se llegó a denominar “Constitución Gades”. Enric Juliana lo desvela en un brillante artículo publicado hace tiempo en La Vanguardia: “En marzo de 1977, cuatro meses antes de las primeras elecciones democráticas, Adolfo Suárez celebró un almuerzo en Madrid con su fiel colaborador José Manuel Otero Novas y varios técnicos de la fontanería de la Moncloa. La comida tuvo lugar en el restaurante Casa Gades, propiedad del fallecido bailarín Antonio Gades, en el número 4 de la calle Conde de Xiquena. Suárez deseaba celebrar el redactado final del primer borrador constitucional que la Unión de Centro Democrático pondría sobre la mesa si lograba ganar las primeras elecciones libres. La sombra protectora de Torcuato se paseaba por el comedor. Estaban contentos. Y en un arrebato de alegría decidieron bautizar el documento como la ‘Constitución Gades’. Podían haberle llamado la ‘Constitución de Torcuato’, pero eran tiempos de reinvención”. Dicho proyecto constitucional contemplaba sólo los tres Estatutos aludidos reconociéndoles iniciativas legislativas, en una configuración asimétrica de la descentralización del Estado.
 El resto de regiones, sin capacidad legislativa y, consiguientemente, sin parlamentos propios, serían la prolongación del Estado en sus respectivas zonas. El diseño se inspiraba en la constitución de Italia de 1948 y el concepto “integrador”, que estimuló en su primera Carta Magna la diversidad italiana, se pretendía importar a la española. La “Constitución Gades” contaba además con el dulce beneplácito de los nacionalistas vascos y catalanes, por sentir como exclusivas sus competencias diferenciándose del resto del Estado. Pero no contaban con la irrupción de un profesor de Derecho sevillano a la cartera, precisamente, de las Regiones, como ministro adjunto. El patriotismo centrífugo de Clavero Arévalo alertó de la posibilidad de que Andalucía se quedará en un peldaño por debajo de catalanes, vascos y gallegos. “Ah, no; pues entonces, café para todos”. Desde entonces la “Constitución de Gades” se quedó en un cajón y los ocho ilustrados responsables del nuevo proyecto se enfrascaron en un imposible, la simetría de lo asimétrico, en una palabra, la cuadratura del círculo, esto es: el Título VIII.
La deriva soberanista en la que se ha sumergido Artur Mas no deja de ser una estrategia (tipo Galtieri) de exaltación nacionalista frente a los mil problemas por lidiar: la deuda, la corrupción –instalada emblemáticamente en la familia Pujol-, los fracasos electorales… Pero no deja de ser una consecuencia más de aquélla desbocada carrera autonómica en el hipódromo del Título VIII. No faltan voces, a las que me sumo, que plantean la conveniencia de una reforma constitucional para recolocar el disparatado tablero del 78. Y recuperar la asimetría que la España de hoy reclama, y probablemente situar a Cataluña con los mismos privilegios que cuentan vascos y navarros por mor de sus fueros, principalmente en los impuestos y financiación. Y con su particular identidad, perfectamente encajable en el Estado español en unos tiempos que se tiende a unir en una colectividad supranacional como es la europea. Es una posibilidad. Lo que no alcanzo a entender es la propuesta federal que, sin duda con la mejor de las intenciones, proponen los socialistas. España nunca ha sido federal y, obviando otras cuestiones nominalistas, si por federal se entiende la descentralización del Estado y sus tres poderes, España es hoy el país más descentralizado del mundo, por encima de Alemania, Suiza o Estados Unidos, pongo por caso. Si se pretende utilizar el término Federal como si fuera la purga Benita que resuelva todos nuestros males, corremos el riesgo de lo que pasó en la Transición. Y a algún iluminado se le ocurra lo de “ah, no, pues entonces, Federal para todos”. Y la volvamos a liar parda. 
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