El veraneo de las vacas flacas

13/08/2014 - 23:00 José Serrano Belinchón

En relación con años precedentes, ha descendido la asistencia de veraneantes entre un veinticinco y un treinta por ciento en dos pueblos de nuestra comunidad autónoma, donde suelo pasar una buena parte de los meses de verano. Veraneantes en su mayoría descendientes directos del lugar, o hijos de aquellos a lo sumo, que un buen día tuvieron la feliz idea de prepararse en el pueblo de sus ancestros una vivienda, mejor o peor, en la que pasar sus días de descanso, entre los que me cuento por partida doble, al ser asiduo veraneante de mi pueblo natal (Manchuela Conquense), y del lugar de nacimiento de mi esposa (Sierra Norte de Guadalajara). Tanto uno como otro, aunque distintos en paisaje, usos y costumbres, se prestan a unas semanas de solaz en nuestros duros veranos de Castilla. Pues bien, ocurre en palpable fenómeno común a uno y otro pueblo, y es que los bares, sitios de especial concurrencia durante estas fechas, se permanecen desiertos durante muchas horas del día, con unos resultados de caja que apenas llegan -salvo algunos domingos y fiestas mayores- a la mitad de lo que se solía registrar en temporadas precedentes; dato éste que en una proporción muy similar se repite en las tiendas de comestibles y establecimientos similares.
El motivo no es otro, según apuntan los pequeños industriales, que la escasez de recursos económicos y la falta de trabajo, a los que nos ha llevado la crisis que durante tantos años venimos padeciendo. Aquellos ciudadanos que deciden veranear en el medio rural por la razón que sea: bien por motivos familiares y afectivos, por considerar que les resulta más económico, o bien porque les guste vivir las horas fuertes del día en contacto con la naturaleza, se vienen encontrando en el pueblo con un nuevo imponderable, del que hasta hace poco apenas nos habíamos dado cuenta.
Así me lo contaba días atrás uno de mis amigos de infancia, al que tan sólo suelo ver de año en año por estas fechas; quien se quejaba, sin que le faltara razón, de que el único gasto, personal y diario, que él se permitía cada verano, no iba más allá del importe de una caña de cerveza, justificado lujo que ha optado por permitirse en casa, ya que si se pasa por el bar, no es una caña lo que se ha de pagar y consumir, sino toda una ronda de cuatro o de cinco cañas diarias, según el número de amigos que coincidan.
Un exceso que en la actual situación no se puede permitir. Sin que pretenda entrar en el origen del problema, pues habría materia suficiente para varios comentarios más, cabe esperar que la situación no se prolongue por demasiado tiempo. No obstante, ahí queda la lección, que aunque solamente se nos impone a un importante sector de la sociedad, no a otros para los que no hay crisis, el pasaje bíblico de las vacas gordas y las vacas flacas que soñó el Faraón, se repite en los enrevesados caminos de la Historia, y buena cosa es saberlos tratar con sabiduría.