Podemos cagarla

01/11/2014 - 23:00 Emilio Fernández Galiano

Perdón por recurrir a tan burda y soez ordinariez, pero no se me ocurre otra expresión tan gráfica y significativa. Este otoño, además de una prolongación del verano, se ha convertido en un hervor de indignación y hartazgo de una sociedad cansada. Y reconozco que me encuentro entre esa gran mayoría que cada vez le cuesta más deglutir cada nuevo caso de corrupción, cada insólito escándalo político, cada inconcebible aberración moral y ética. Las redes sociales martillean nuestros móviles y ordenadores con originales y recurrentes gracietas sobre la corrupción y sus protagonistas, que extienden a toda la clase política y, en general, a todo el sistema (qué injustas son las generalizaciones). Ni el más fino estratega hubiera diseñado tan impactante campaña mediática, porque ni el más fino estratega se hubiera encontrado con tal sólido guión. Las cadenas de televisión que viven del escándalo, baten sus niveles de audiencia. Antes vivían de los escándalos privados, ahora de los públicos; ya no hace falta pagar exclusivas, ahora bastan las noticias que abren los telediarios. En las barras de los bares ya no se habla de fútbol, ni de Ronaldo o Messi, ni siquiera del tiempo, tan atípico. El ébola y hasta el 9 N catalán han sido absorbidos, engullidos por el monstruo de la corrupción. Insisto, ni el más fino estratega hubiera diseñado tan impactante campaña mediática, porque ni el más fino estratega se hubiera encontrado con tal sólido guión.
A ver si me explico. Por muy escandalosos que parezcan –y los son- los casos de corrupción, éstos no han dejado de existir en cualquier sistema político. Son resultado de la condición humana, y en regímenes de libertades se conocen porque hay libertad de prensa –en los Estados autoritarios no sucede lo mismo, se ocultan, como es obvio-. Los que basan su sistema en un Estado democrático y de derecho, la Justicia persigue y penaliza los abusos y casos de corrupción. Perece de Perogrullo, pero no está de más recordarlo. Al legislador hay que exigirle que dote al poder judicial de más medios y mejores leyes para que sus actuaciones sean más rápidas y, por consiguiente, más ejemplares. Que el corrupto pague, penalmente, y devuelva, económicamente.
La sociedad, comprensiblemente escandalizada, debe exigir a sus gobernantes más transparencia y mayor control en sus actuaciones. Lo que está ocurriendo últimamente son las últimas gotas que han colmado el vaso del último resorte de nuestro régimen de libertades, los partidos políticos, al fin y al cabo la correa de transmisión entre poder y electorado. Este electorado debe exigir a los partidos políticos una regeneración que impida o dificulte la corrupción entre sus miembros. Que sajen su propia herida e inicien un definitivo saneamiento de sus cimientos. Cuando los gobiernos no responden a las expectativas del gobernado, éste los cambia en las siguientes elecciones. Cuando los partidos no responden a las expectativas de su electorado, legítimamente pueden cambiar de partido o exigir que cambien. Ahora bien, y lo planteo como mera reflexión, no sé si estamos invirtiendo los términos o, en su caso, no sé si los estamos simplificando, en un peligroso juego de rebelión de las masas. Dudo de una razonada proporción entre la reacción ante los casos de corrupción, y l as claras mejoras de unas expectativas económicas que hasta hace poco casi obligan a que nuestro país fuera intervenido, por ejemplo. O de un paulatino descenso del paro. O del inimaginable record de turistas que en el último año ha batido todos los registros históricos. O la conservación y mantenimiento de uno de los mejores sistemas sanitarios de nuestro entorno, o de infraestructuras. O del aumento de la exportación de nuestras grandes empresas, cada vez más competitivas. Por otra parte, una simplificada visión del problema, alentada por un derroche de imaginación no exenta de mucha frivolidad, parece encontrar la alternativa en Podemos.
Un partido (¿es partido, asociación?) garante de la honradez (pero si nunca ha gobernado…) y nulo en transparencia (¿quién conoce al detalle su programa?) y en compromiso social (por lo pronto no se presenta a las municipales y autonómicas porque se reservan para su “asalto al cielo”). Sólo sabemos que su líder prefiere los platós de televisión a las instituciones (hay unos cuantos parlamentarios europeos de los que todavía no se conoce ninguna iniciativa) y algunas recetas como nacionalizar la banca, suprimir el ejército, prohibir la enseñanza privada, prohibir la medicina privada, expropiación de todos los bienes de la Iglesia, el control de los medios de comunicación y su devoción infinita por Chaves y, ahora, Maduro). Mucha prohibición, mucho intervencionismo, mucho Estado, poco individuo. Ojo, que una cosa es exigir el fin de la corrupción y la regeneración política y otra, al albur de esta ola populista, nos echemos en manos de un iluminado. Podemos cagarla, otra vez, con perdón.