San Diego en el Atance

15/11/2014 - 23:00 Luis Monje Ciruelo

Los buitres de Santamera que lo sobrevuelan y los peces y ranas de las aguas son los únicos que celebrarían ayer, día 13, la fiesta de San Diego, patrón de El Atance, hoy bajo el embalse de su nombre. Siempre es grato recordar imágenes de la adolescencia cuando uno tenía más agilidad en el cuerpo y menos sensatez en la mente. Hoy es difícil poner en pie la imagen de El Atance y sus ruinas submarinas. Ya no es posible andar por sus calles solitarias, como hice en los años ochenta, ni entrar en la iglesia, hoy en Guadalajara, cuyo retablo del Altar Mayor está en Molina y la Virgen del Atance, llamada así en honor a su origen, en Atanzón. Hace 35 años, cuando se hablaba de un hipotético embalse que cubriría el pueblo, en El Atance quedaban seis personas en tres casas, de ellas tres varones, el más joven de casi 60 años, Rufo Mínguez, alcalde pedáneo, y el más anciano, de 84 años, Rafael Llorente, los tres ya fallecidos. Rafael iba cada quince días a Sigüenza, en caballería, 26 kms. entre ida y vuelta, por los montes, para comprar pan y afeitarse porque le temblaban las manos y no podía hacerlo con cuchilla, y tampoco con maquinilla, pues llevaban años sin luz. Pero esto fue, como quien dice, ayer. Si escribo sobre El Atance, hoy ni siquiera despoblado, porque no quedan sus ruinas, es para recordar mi primera visita el día de su fiesta patronal en noviembre de 1940, entonces con 203 habitantes, Fui a lomos de mula desde Palazuelos, invitado por un pariente lejano.
El programa de festejos se limitaba, aparte de la solemne Misa de tres con sermón, a una invitación a vino del Ayuntamiento a los vecinos en copas de plata llamadas barquillos, rosquillas caseras y baile agarrado en la plaza con laúd y guitarra hasta anochecer, porque era el Veranillo de San Martín, y el tiempo era bueno. Bailé sin cansarme durante cuatro horas y volví a Palazuelos andando, siete kilómetros, porque el de la mula se había ido a media tarde. Mi última visita a El Atance, en 1980, anda en libros, y en sus datos me he apoyado. Mientras escribo vuelvo a escuchar en mi memoria las palabras de Rafael cuando me contaba su preocupación por las zorras, que se paseaban por el pueblo, habían acabado con los gatos y perseguían a las gallinas aun dentro del gallinero. Precisamente, ese acoso le costó la vida a una raposa, que se coló por una ventana baja y cayó en hondo. No pudo salir y murió de hambre. O tempora, O mores!.