Picazo, una aldea que se fue

29/11/2014 - 23:00 Luis Monje

Volver a una aldea abandonada que ya lo estaba hace treinta años es una singular experiencia porque el lugar apenas ha cambiado, salvo la mayor ruina de los restos de entonces mientras que el visitante llega ahora convertido en un anciano. Pudo en aquella ocasión recorrer sin problemas las desiertas calles en cuesta y subir hasta el templo, ya deteriorado, en la parte alta del caserío; ahora, en cambio, andar por los pedruscos y hierbajos que conforman el suelo ha resultado casi una decisión de riesgo. Son diez o doce las viviendas hundidas, y una sola restaurada, habitable y con panel solar, modernidad que en aquel rústico entorno casi es un oxímoron. Tiene mérito vivir allí, aunque solo sea el fin de semana, porque, pese a que ahora hay una carreterita de excelente pavimento, como son casi todas las de la provincia, comarcales, locales o ramales, carece de luz, no vimos fuente pública dentro del casco urbano, y el aislamiento y la soledad del paraje casi acongojan aun a los que nos sentimos atraídos por la naturaleza. Picazo, que llegó a tener catorce habitantes, corrió en los años setenta la misma suerte que su próximo Valdelagua, que se está recuperando gracias a su buen ramal de acceso y a tener luz, agua corriente, alcantarillado y hasta teléfono (quizás sin cobertura para los móviles por estar en una profunda hondonada hacia el Tajo). Ahora tiene puente nuevo sobre un arroyuelo que se precipita entre chopos a un barranco dentro del casco urbano, un lavadero restaurado al igual que varias casas y llegan casi una docena de coches en los puentes y “findes”. En Picazo, a unos siete kilómetros, un texto borroso sobre una tabla semipodrida, da la bienvenida desde una pared, aunque nadie allí pueda avalarla. Un grueso tronco de olmo seco, casi fosilizado, como una escultura surrealista, nos pareció el lugar adecuado para fotografiarnos. Pero en Picazo hay algo más que admirar: su situación en una boscosa hondonada de robles, pinos, melojos y carrascas que se abre también hacia el Tajo y, sobre todo, un silencio absoluto, casi sideral, sin el más mínimo ruido no natural. Es un lugar solemne, grandioso, porque los árboles cubren las laderas del hondón y trepan por ellas en aguerrida formación hasta constituirse en melena forestal en las alturas. Hubo tiempo para recoger bellotas caídas, aunque luego comprobamos que en su mayoría estaban podridas por la humedad.