Adiós a la Casa de Guadalajara

18/01/2015 - 23:00 Pedro Aguilar

Si trabajar para divulgar los valores culturales y turísticos de esta provincia merece la pena, mas aun la merecen aquellos que lo hacen de manera altruista. La Casa de Guadalajara en Madrid ha cerrado su puerta y con ella una manera de hacer provincia. El cierre, en las vigentes condiciones y ubicación, era inevitable. Es imposible asumir los más de siete mil euros mensuales que cuesta el alquiler del local. La muerte estaba anunciada y ahora solo quedan los recuerdos, los buenos amigos y el trabajo bien hecho. Me lo decía el presidente, José Ramón Pérez Acevedo: “Es como el abuelo que se va, da mucha pena pero también nos queda la felicidad de haber disfrutado de su compañía durante muchos años”. La Casa ha cumplido un ciclo. Su función de embajada de provincia en la capital se ha visto superada por el progreso, por la transformación de los kilómetros en minutos, en fracciones de minuto. Pero también por la dictadura de un local que ofrece el espacio y la ubicación idóneas, pero a costa de unas servidumbres anacrónicas que fueron envejeciendo al compás que envejecían sus usuarios. A pesar de todo ha permanecido viva gracias al espíritu entusiasta de José Ramón y su equipo. En los últimos 25 años han buscado ingresos y usuarios hasta debajo de las piedras. Su capacidad de trabajo y de programación han sido encomiables, tanto como la fidelidad de sus socios, que a diario visitaban la casa y a diario se han ido debilitando, incluso muriendo. También ha ido debilitándose la ayuda, casi siempre intermitente y caprichosa, de las administraciones. En estos momentos de dolor todos somos Casa de Guadalajara, en ese gesto tan manoseado, facilón e inútil de hacer nuestro el mal ajeno. Pero de la misma manera todos somos culpables de su desaparición porque no la hemos considerado necesaria, lo suficientemente necesaria en estos momentos para nuestros intereses vitales, políticos o económicos, según los casos. Por eso lloramos lágrimas de alivio. No es un reproche, es un lamento. Adiós a la Casa, adiós a los buenos ratos pasados, son tantos que es imposible dejarlos aquí. Adiós a la buena gente que forma esta familia, a los que han aguantado hasta el final y a los que se han ido. Gracias a los “últimos de Filipinas” que de manera heroica han permanecido en el barco hasta el final esperando que el milagro les cogiera trabajando. Los conozco y sé que cuando el día 31 de enero cierren la puerta no sólo no harán como el valentón del estrambote de Cervantes, que “caló el chapeo, requirió la espada y miró al soslayo”, sino que no darán un mal portazo, y podrían hacerlo en las narices de más de uno, simplemente apagarán la luz y no habrá nada. 

Recordemos aquel examen que creímos suspender y que sorpresivamente aprobamos ¡qué bien estas! Podremos debatir la terminología, la interpretación, de lo que es la armonía, el equilibrio, la felicidad, pero sabemos vivirla. Por ejemplo, la reconciliación con la pareja, con los hijos, con los seres queridos, nos proporciona bien-estar. Este es un tema quizás inabarcable que nos traslada también como observadores de una obra de teatro, de una película de cine, donde son otros los personajes que nos emiten, que nos hacen sentir, reír, llorar, aplaudir. Hay personas que manifiestan en su rostro un genérico acompañamiento de bien-estar, que trasladan siempre lo positivo, lo agradable. Son personas dignas de reconocimiento, facilitadoras de convivencia. Son personas necesarias. Son aquellos que gustan del tú, del nosotros. Son sin duda personas agradecidas. El bien-estar puede encontrarse caminando, o en la quietud de un monasterio, o en la vorágine de un transporte público, o nadando, porque nace primordialmente del interior, de la actitud, de la capacidad para dar sentido a una vida, para ilusionarse, para marcarse retos, para sonreír ante los tropiezos. Hay quien vive soñando y hay quien sueña que vive, lo ideal, compaginar lo que es, con lo que deseamos que sea, con lo que hacemos para mejorarlo. Bien-estar, mucho más que estar bien. Sentirse acogido, reconocido, apreciado, y es que como siempre los otros nos resultan esenciales. Bien-estar estando solos, pero sabedor de que no somos solos. Resulta enternecedor ver como todo un grupo de turistas, se adaptan unos a otros, consensuan para visitar ciudades y eso supone ir mucho más allá de los derechos, significa gustar de agradar, de ver al otro que está bien. Iniciábamos este artículo entre los algodones de la ensoñación, y podríamos continuar con ese momento de quietud en que los rayos del sol te acarician el rostro. Sinceramente hay muchas ocasiones para ser conscientes de nuestro bien-estar, y aun más para propiciarlo.