Del paraíso al calvario

26/03/2015 - 23:00 Manuel Ángel Puga

Según se dice en el Antiguo Testamento, concretamente, en el libro del Génesis (3, 1-24), Adán y Eva vivían felices en el paraíso hasta que un día la serpiente convenció a la mujer para que comiera la fruta del árbol prohibido. Eva comió y le dio de comer a Adán. Ante esto, Dios maldijo a la serpiente y, después de escuchar las explicaciones del hombre y de la mujer, le dijo a ésta: “Multiplicaré los trabajos de tus preñeces. Con dolor parirás a tus hijos y, no obstante, tu deseo te arrastrará hacia tu marido, que te dominará”. Y después dijo Dios al hombre: “Porque has seguido la voz de tu mujer y porque has comido del árbol del que te había prohibido comer, maldita sea la tierra por tu culpa. Con trabajo sacarás de ella tu alimento todo el tiempo de tu vida. Ella te dará espinas y cardos y comerás la hierba de los campos. Con el sudor de tu frente comerás el pan hasta que vuelvas a la tierra, pues de ella fuiste tomado, ya que polvo eres y en polvo te has de convertir”. Seguidamente, Dios arrojó del paraíso a nuestros primeros padres, es decir, a Adán y a Eva. Reflexionando un poco sobre aquella escena bíblica del paraíso, comprobamos que un hombre y una mujer colaboran, junto al árbol del fruto prohibido, en el primer pecado del género humano (el pecado original). Desobedeciendo a Dios, Adán y Eva comen del fruto prohibido, por lo que cometen el primer pecado, un pecado que todos heredamos por el hecho de pertenecer a la especie humana. Incluso comprobamos un detalle que no debe pasar inadvertido: es ella, la mujer, quien lleva la iniciativa, quien va por delante, puesto que come primero y le da de comer al hombre. En el pecado original pecaron por igual Adán y Eva, pero es cierto que fue ella, Eva, quien llevó la iniciativa, quien pecó primero y animó a su compañero a que pecase. Pues bien, lejos de allí, muy lejos en el tiempo y en el espacio, también un hombre, Jesucristo, y una mujer, María, colaboran junto al árbol de la Cruz, en la redención del género humano, en la salvación del hombre. En el monte Calvario, muchos años después de aquella escena bíblica en el paraíso, Jesús de Nazaret y su madre, la Virgen María, se unen para el perdón del pecado. Y también ahora comprobamos, al igual que ocurriera en el paraíso, que es la mujer quien va por delante, quien lleva la iniciativa, por una sencilla razón: sin María no podría haber Jesús. Fue necesario que María consintiera, fue necesario que pronunciase el “Fiat” (Hágase) para que Cristo pudiera ser concebido y naciera como hombre. Allá en el Calvario, junto al árbol de la Cruz, María estaba profundamente sumida en la angustia y el dolor… De pronto, oyó la voz del Hijo que decía: “Tengo sed”. Al igual que ella también lo oyeron otros que estaban allí. Un soldado mojó una esponja en vinagre y, fijándola en una rama de hisopo, se la acercó a los labios… Hacia la hora sexta las tinieblas comenzaron a cubrir toda la tierra hasta la hora nona. El sol se oscureció y el velo del templo se rasgó. Jesús, con fuerte voz, dijo: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu” (Lucas, 23, 44-46). A continuación, María vio cómo su Hijo inclinaba la cabeza sobre el pecho y quedaba inmóvil… La muerte había hecho su aparición. Todo se había consumado. Sin embargo, ella sabía que aquello no era el final, que la muerte no iba a tener la última palabra. María sabía que Jesús resucitaría de entre los muertos, como así fue. Su fe en la resurrección del Hijo le dio fuerzas para soportar la horrible angustia de la Pasión. Como podemos ver, del paraíso al Calvario hay algo más que distancia en el tiempo y en el espacio. Hay una gran similitud: en el paraíso se fraguó el primer pecado del género humano (el pecado original); en el Calvario se fraguó el perdón del pecado, la redención del género humano. Así pues, paraíso y Calvario se complementan. Tuvo que haber un paraíso para que más tarde hubiese un Calvario.