Corrupción

23/04/2015 - 23:00 José Serrano Belinchón

Suele ocurrir alguna cosa extraña cuando estamos en puertas de manifestar en las urnas nuestro juicio acerca del comportamiento en su gestión de los que hasta entonces han sido nuestros dirigentes políticos. El juego de la democracia lleva esa norma como parte inexcusable de su propia esencia. Otra cosa es la parcialidad o imparcial de cada uno a la hora de juzgar hechos y personas; pues se trata de un asunto en el que resulta bastante normal que la objetividad brille por su ausencia. El escepticismo en la vida española sube de tono a medida que se aproxima el día de las elecciones, en este caso a la distancia de un mes. La gente desconfía de todo y de todos: los desengaños, el incumplimiento de la cosa prometida y el cáncer de la corrupción, agravan de un modo inhabitual el comportamiento ordinario del pueblo; no digamos si, además, estamos intentando escapar de una crisis galopante en la que tantos de nuestros compatriotas lo están pasando muy mal. Una situación insostenible y demasiado larga a la que urge buscar un remedio, y que dada su gravedad, como no podía ser menos, llega hasta las más altas instituciones, divinas y humanas, del planeta. Recientemente ha sido el papa Francisco quien ha mostrado su preocupación por tal asunto, tan grave y tan extendido, donde queda de manifiesto la baja calidad de la condición humana cuando el “poderoso caballero”, es decir, el dinero, se erige en meta final de cualquier aspiración situándose en un lugar que no le corresponde. Lo ha hecho en la bula “Misericordiae vultus” en la que se convoca un nuevo año jubilar. Con sus mismas palabras, bien entendibles, acudo a la opinión del pontífice, en la seguridad casi absoluta de que católicos y no católicos estaremos de acuerdo: «La llamada -dice el Papa- llegue también a todas las personas promotoras o cómplices de corrupción. Esta llaga putrefacta de la sociedad es un grave pecado que grita hacia el cielo, pues mina desde sus fundamentos la vida personal y social. La corrupción impide mirar el futuro con esperanza porque con su prepotencia y avidez destruye los proyectos de los débiles y oprime a los más pobres. Es un mal que se anida en gestos cotidianos para expandirse luego en escándalos públicos. La corrupción es una obstinación en el pecado, que pretende sustituir a Dios con la ilusión del dinero como forma de poder. Es una obra de las tinieblas, sostenida por la sospecha y la intriga. Corruptio optimi pessima, decía con razón san Gregorio Magno, para indicar que ninguno puede sentirse inmune de esta tentación. Para erradicarla de la vida personal y social -añade-, son necesarias prudencia, vigilancia, lealtad, transparencia, unidas al coraje de la denuncia. Si no se combate abiertamente, tarde o temprano busca cómplices y destruye la existencia.» Que cada mástil aguante su vela. No creo que haya mucho que añadir y menos todavía que quitar.