El síndrome Morata y la gestión del talento

15/05/2015 - 23:00 Emilio Fernández Galiano

A pesar de su encabezamiento, este artículo no va a ser una crónica deportiva, por muy amarga que fuera para el Real Madrid la oportunidad perdida de jugar una final europea contra su gran adversario. El plus de amargura lo proporcionó el protagonista accidental de tan funesta jornada: Morata, Álvaro Morata. Precisamente el ex madridista fue el verdugo de su anterior equipo. Habría que preguntarse quién o quienes gestionaron tan pésimamente el prescindir de un jugador que ha demostrado -¡y de qué manera!- sus grandes virtudes. La gestión del talento no es una mera administración de los recursos humanos, por mucho que en las grandes empresas se haya profesionalizado dicha tarea. Para poder valorar el talento en primer lugar hay que tenerlo. La soberbia, el exceso de autoestima, la envidia o el desprecio son actitudes que ciegan la visión por muy buena vista que se tenga. Como una niebla que impide ver más allá de tus propias narices. Los que ya peinamos canas somos conscientes de que hay cosas que no se aprenden ni leyendo ni haciendo el más completo de los masters. Que no figuran en los manuales ni en las enciclopedias. Eso que llamamos experiencia. Me gusta la definición que hace la RAE en su segunda y tercera acepción: “Práctica prolongada que proporciona conocimiento o habilidad para hacer algo; conocimiento de la vida adquirido por las circunstancias o situaciones vividas.” Una de las perlas más brillante de la campaña electoral ha salido, precisamente, de la bisoñez de Albert Rivera, que ha tenido, como era inevitable, que rectificar. El sentenciar que sólo los nacidos desde la constitución española son los únicos que pueden dirigir la regeneración política, además de una exquisita memez, es de una imprudencia supina. La imprudencia está muy asociada a la inexperiencia y el sabio, siempre prudente, sabe que en muchas ocasiones el silencio es lo más recomendable. Yo soy de la generación de los nacidos en los sesenta, y en torno a nuestra edad, y superior a ella, se encuentran los mejores ejemplos en cuanto a profesionalidad y plenitud intelectual. También porque hacemos caso a nuestros mayores. No hay más que asomarse a la vieja Europa y observar la media de edad de sus principales líderes políticos, elegidos democráticamente. Estados Unidos acogerá, en las próximas elecciones presidenciales, al menos a casi una septuagenaria entre sus candidatos. Las Academias no son Consejos de Administración, pero sus miembros gozan de prestigio y respeto y la mayoría son elegidos cuando su vida amarillea. El escritor, el pintor, el artista, en definitiva, alcanza la excelencia cuando la providencia le ha dado larga vida o la suficiente para madurar. No se trata de un juego oportunista porque el que esto escribe supere ya los cincuenta. De siempre he respetado a los “seniors” y me vanaglorio de tener muchos amigos, buenos amigos, mayores que yo. El ejemplar proverbio “la juventud es una enfermedad que se cura con la edad”, lo creó George Bernard Shaw, escritor irlandés del pasado siglo. Casualmente, vivió hasta los 94 años. Claro que hay que contar con la fuerza, la ilusión y hasta a veces la impostada contundencia de los jóvenes. Pero no es excluyente a la sabiduría de los que ya pasaron por ese tramo de la vida. Tal vez Albert Rivera –que conste que el tipo me cae bien-, de haber tenido unos cuantos años más no habría dicho tamaña majadería. Al Real Madrid no le ha eliminado la Juventus, ni siquiera Morata. Al Real Madrid le ha eliminado la precipitación de unos directivos que no han tenido la paciencia ni veteranía de apostar, precisamente, por su propia cantera. Cuando la experiencia indica que el mayor valor de un club, es su propia esencia. Pero eso se aprende con los años.