Noviembre y lluvia

09/11/2015 - 23:00 Luis Monje Ciruelo

Amanece el dos de noviembre. Día de los Difuntos, con cielo cubierto y una lluvia incesante e intensa que nos sorprende a los que estamos habituados a que las nubes se vayan a descargar a otro lado.Los coches circulan por debajo de mis ventanas acharolados por la lluvia, al ritmo de samba de sus limpiaparabrisas, sobre todo los de color oscuro. Las palomas vuelan de un lado a otro y los pájaros revolotean en los árboles de parque de Santo Domingo. Los transeúntes, todos, sin excepción, andan con paraguas, cruzan apresurados los pasos de cebra, avizorando con el rabillo del ojo la proximidad de los coches, por si acaso algún conductor despistado, poco acostumbrado a la lluvia y distraído por el limpiaparabrisas, se salta el rojo del semáforo dando lugar a su atropello. Algún que otro vehículo, llevado de las prisas, hace aquaplaning en la curva de San Ginés, y el boulevard de las Cruces se muestra vacío, limpio de paseantes y sin un solo banco ocupado. Las hojas que ayer ya amarilleaban se desprenden hoy en mayor número contribuyendo con su caída en el servicio de limpieza a la repetición anual del mitológico suplicio de Sísifo, condenado por los dioses a empujar eternamente una roca hacia la cumbre, que volvía a caer para ser empujada nuevamente. Hacía tiempo que los habitantes de la ciudad no disfrutábamos de la insólita satisfacción de que la lluvia nos ensuciara los zapatos. El agua corría por ambos lados de la calzada, se acumulaba en los alcorques y llenaba el suelo de charcos. Nos gustaba contemplar las burbujas de la lluvia sobre los charcos, y el chasquido del agua sobre el agua. Había quien se refugiaba en los quicios y soportales, no sé si para contemplar mejor el insólito estectáculo de la lluvia o por falta de paraguas. Pero donde la lluvia ha caído como una bendición del cielo es en el campo donde era no sólo novedad sino riqueza, y en algún caso oro líquido para los sembrados, abono para el abono desparramado en los secanos y sangre nueva para los arroyos exangües. Espejeaba en el hondón de los surcos, se hacía regatos en las laderas y hasta es posible que favorezca algo a los embalses. Cuando llueve, el campo parece dormido bajo la caricia del agua y se queda solo porque la tierra se pone blanda y los aperos se embarran. Los buscadores de hongos se frotan las manos porque si se retrasan los fríos prosperarán las setas y los níscalos dando argumentos a los ayuntamientos para regular su recogida.