Jesucristo quiere reinar

15/11/2015 - 23:00 Atilano Rodríguez

Jesucristo, durante los años de su vida pública, enseña y muestra a sus oyentes que Dios es amor. De ello da testimonio, especialmente, con la entrega generosa de su vida en la cruz. Al ofrecerse en el altar de la cruz, como víctima perfecta y pacificadora, muestra el amor del Padre a todos los hombres y consuma el misterio de la redención. Con la victoria sobre la muerte y sobre el príncipe de este mundo en virtud de la resurrección, Jesús inaugura de forma definitiva el reinado de Dios que se manifestará plenamente al fin de los tiempos, cuando todos sus enemigos le sean sometidos. Pero este Reino, que Jesucristo introdujo en el mundo con su venida, no es de aquí, es decir, no sigue los dictados de los reinos terrenos. El Reino instaurado por Jesús no tiene pretensiones territoriales o de dominio. Tampoco utiliza la fuerza, el poder o la violencia. Y, sin embargo, el Reino de Dios, que ya está entre nosotros, tiene la capacidad de cambiar el mundo, porque puede transformar los corazones de los hombres, iluminar sus mentes y fortalecer sus voluntades. Este Reino, instaurado por Cristo, se identifica con su propia persona. Por eso, cuando Pilato le pregunta sobre su realeza, Él contestará sin vacilar: “Tú lo dices. Yo soy Rey. Para eso he nacido y para eso he venido al mundo”. El “testimonio de la verdad” de Dios y de su amor será la forma asumida por Jesús para mostrar su realeza. Desde el primer momento de su vida pública, asumirá la misión de mostrar con palabras y obras el amor ilimitado del Padre a todos los hombres. A quienes acepten ser discípulos suyos, les pedirá que sean testigos del amor de Dios sobre el odio, de la fraternidad sobre al egoísmo, de la audacia evangélica ante el miedo. Todos los cristianos, por pura gracia, hemos entrado a formar parte del Reino de Dios por el bautismo. Por la infinita misericordia de nuestro Dios, pertenecemos a un reino de sacerdotes y somos invitados a proclamar las maravillas de quien nos llama a pasar de la oscuridad del pecado a su luz admirable en virtud de la sangre de Cristo. Desde la comunión con Él en la liturgia y en el servicio desinteresado a nuestros semejantes, todos los bautizados podemos ejercer el sacerdocio bautismal. Contemplando nuestros comportamientos sociales y la vivencia de nuestra fe, tendríamos que preguntarnos: ¿Asumimos con gozo que el Reino de Dios no sea de este mundo o, por el contrario, pretendemos equipararlo a los reinos del mundo? Aunque Jesús quiere asociarnos a su realeza, en ocasiones el ejercicio de la misma no se ajusta a sus criterios. Con frecuencia, muchos cristianos pretendemos reinar desde la imposición de los criterios personales o desde el seguimiento de los criterios culturales. Jesucristo quiere reinar en el mundo, pero esto no será posible si no le dejamos reinar antes en nuestros corazones. Cada uno de nosotros, cuando no secundamos la verdad de Dios o hacemos un mal uso de la libertad, buscando el propio interés, estamos poniendo trabas al reinado de Jesucristo en nuestro corazón y, consecuentemente, estamos obstaculizando su reinado en el mundo, en la familia y en la sociedad. En nosotros y en nuestra libertad está la posibilidad de elegir con quien queremos aliarnos. Asumiendo las enseñanzas evangélicas, hemos de elegir entre Cristo y sus ángeles o el diablo y sus seguidores. A cada uno corresponde elegir la práctica de la justicia, la verdad, el amor y la paz o, por el contrario, seguir los dictados de la injusticia, la mentira, el odio y la venganza. De esta elección depende nuestra salvación personal y la salvación del mundo.