La trampa saducea

27/11/2015 - 23:00 Emilio Fernández Galiano

En estas fechas se agolpan conmemoraciones y aniversarios de nuestra reciente Historia, cumpliéndose los cuarenta años desde el fallecimiento de Francisco Franco, el acceso al trono de don Juan Carlos y, en definitiva, el inicio del gran cambio. A los más jóvenes todos estos acontecimientos les llegan como ecos del pasado, sucesos lejanos que por el tiempo transcurrido y por no haberlos vivido, me temo no valoran en su justa medida. Los que ya peinamos canas, sin embargo, los tenemos bien presentes aún sintiendo el vértigo del inapelable paso del tiempo.
Ya es mítica la metáfora respecto a la Transición, como si una obra de teatro se tratara, asignando a los tres principales protagonistas su papel: El Rey (como empresario), Adolfo Suárez (el actor) y Torcuato Fernández-Miranda (el guionista). Atribuida a diferentes interlocutores de la época, parece que la autoría es del propio Torcuato. De lo que no hay duda es que el jurista asturiano recuperó una expresión bíblica, la de la “trampa saducea”, haciéndola muy popular en aquél periodo. La misma tiene su origen en los saduceos, que aparecen en el Nuevo Testamento como una clase aristocrática de la población que comprometía a menudo a Jesucristo con preguntas de difícil respuesta. De ahí, la trampa saducea, que estriba en que la pregunta en sí misma es capciosa, condicionando al preguntado. Fernández-Miranda apeló a ella cuando en 1972, siendo ministro secretario general del Movimiento, un periodista le preguntó por las asociaciones políticas.
La figura de Fernández-Miranda, catedrático de Derecho Político por la Universidad de Oviedo, aparece siempre en un segundo plano, pero su influencia y determinación fueron decisivas para el éxito de la travesía. Su papel en la Transición no fue casual, no en vano fue preceptor del entonces príncipe cuando un imberbe don Juan Carlos realizaba sus estudios universitarios. Antes que Suárez, el futuro monarca contaba con Fernández-Miranda para pergeñar la epopeya, de hecho hizo confluir a ambos. Tras la muerte de Carrero Blanco, fue el primer candidato en la mente del príncipe para sucederlo y presidir el gobierno –incluso lo hizo interinamente durante 11 días-, pero don Torcuato le contesto más o menos: “Nada me motiva más que la presidencia del gobierno, señor, pero para lo que me necesita es mejor desde la presidencia de las Cortes y del Consejo del Reino”. Y así fue, sucediendo a un enfermo Rodríguez de Valcárcel. Lo que necesitaba es que un jurista de prestigio y de confianza diseñara el cambio de ley desde la ley, que escribiera el guión. El actor estelar sería Adolfo Suárez, cuyo nombramiento, después de la “dimisión” forzosa y forzada de Arias, fue consumado gracias a figurar en la terna presentada a su majestad por obra y gracia de don Torcuato. El abulense fue incluido in extremis con el menor número de votos (12), por medio de un ingenioso sistema en la votación de candidatos; los otros dos fueron Gregorio López Bravo (13) y Federico Silva Muñoz (14). El procedimiento de elección dirigido por el astuto asturiano, que al fin y al cabo presidía el Consejo del Reino, órgano responsable de configurar la terna, consistía en ir eliminando en cada votación a uno o varios de los integrantes de una lista inicial de 32 candidatos, con la habilidad de no enfrentar directamente a Suárez con adversarios de más peso, pero a su vez, entre ellos, con más rivales. Al final el de Cebreros se coló por ser el más joven y, consiguientemente, con menos enemigos. Así lo relatan Pilar y Alfonso Fernández Miranda, hija y sobrino del catedrático, en su libro “Lo que el rey me ha pedido” (Ed. Plaza & Janes, 1996):
“En esta penúltima selección jugaron de manera importante, sin directa intervención del presidente, los factores pacientemente cultivados en la sesión del día anterior: la juventud de Adolfo Suárez como factor para representar un “franquisino renovado”, idea sostenida con energía y lucidez por uno de los consejeros más claramente alineados con el proyecto de la Corona, Miguel Primo de Rivera. En segundo lugar, se jugó con la absoluta irrelevancia política de Adolfo Suárez, que le convertía en un “insignificante relleno” (¡qué error!, ¡qué inmenso error!) que a nadie molestaba y sobre el que nadie perdió un solo segundo en estimar sus posibilidades reales ni las consecuencias de su eventual nombramiento.” “Majestad, estoy en condiciones de ofrecerle lo que me ha pedido”, comentó el entonces presidente del Consejo del Reino al Rey al entregarle la terna. Lo que le había pedido es que, a toda costa, en la misma estuviera presente Adolfo Suárez, quien horas más tarde era nombrado presidente del gobierno ante la sorpresa de la mayoría de los medios de comunicación y, en general, de toda la clase política. No hubo otras pizarras en las que se escribiera el esquema de la Transición (la de Estoril, como apuntan los juanistas, la de Suresnes, como sugiere Alfonso Guerra; o si las hubo no tuvieron trascendencia). La única pizarra que plasmó el futuro con precisión fue la de don Torcuato.
Es verdad que en la visita que el entonces príncipe hizo a Segovia en enero de 1969 siendo gobernador Civil de aquella provincia Adolfo Suárez, éste improvisó en un papel una hoja de ruta. Pero no es menos cierto que todo “eso” ya estaba previsto. La ley para la Reforma Política fue redactada por el propio Fernández-Miranda y, en definitiva, supuso la daga con la que las cortes franquistas se hicieron el famoso harakiri. ¡Vaya trampa saducea!