Febrero de lumbre, vid y refranero

05/02/2016 - 23:00 Jesús Orea

En casa los refranes siempre han sido una opción muy recurrente en cualquier conversación porque el refranero tradicional tiene tanto para un roto como para un descosido, para dar, tomar y regalar, y permite afirmar casi al mismo tiempo algo y justamente lo contrario. El afable médico y recordado colaborador de Nueva Alcarria, Ernesto Baraibar de Gardoqui, nos citaba cada semana con aquella singular columna titulada “Lo primero, el refranero”, que nunca me dejaba de leer porque siempre aprendía algo de aquellas “sentencias extraídas de la madre experiencia”, que es como definía mi abuelo paterno, Juan, a los refranes, haciendo una mínima variación a una cita de Cervantes en el Quijote. Acabamos de entrar en febrero que es, probablemente, uno de los meses del año que más refranes hablan de él, sin duda porque es un mes imprevisible y hasta un poco loco, como dice esta sentencia popular que tantas veces he oído a mi madre cuando, en un mismo día de febrero, ha hecho calor, frío, ha llovido, ha salido el sol y hasta ha granizado: “Febrerillo el loco, sacó su padre al sol y después lo apedreó”. Para el refranero, febrero es un mes que tiene muy mala fama e instinto parricida pues si mi madre decía que a quien apedreaba este mes era a su propio padre, he encontrado otras variantes que le acusan de apedrear a la madre e, incluso, al hermano: “Febrero engañó a su madre en el lavadero; la sacó al sol y luego la apedreó” y “Febrero el curto, que mató a su hermano a hurto”.
Dicen que quienes se saben muchos refranes o los utilizan con mucha frecuencia, hallan salidas o pretextos para cualquier cosa, y así suele ser, especialmente en febrero, un mes en el que “ya busca la sombra el perro”, pero todavía es “de siete capas y un sombrero”; o sea, que cuando calienta el sol, hasta pica, pero cuando no calienta, hace un frío que pela, como el nombre de la sierra del norte de Guadalajara y el sur de Soria en la que están Campisábalos y su magnífica iglesia románica de San Bartolomé con su conocido y valioso mensario que, junto con el de Beleña de Sorbe, dan nombre a esta columna de entrega, precisamente, mensual y que pretende ser un encuentro con el tempero y la tierra a través de esos dos calendarios en piedra que nos ha regalado el Románico Rural, una de las señas de identidad de mayor valor histórico-artístico de cuantas reúne y ofrece nuestra provincia, que son muchas, pero no tantas.
Ya hemos visto lo mucho y variado que de febrero habla el refranero, pero ¿qué dicen del segundo mes del año nuestros mensarios o menologios de referencia en la provincia? En el mensario de Beleña, localizado en las dovelas que conforman el arco de la entrada a su iglesia románica, la escena que representa a febrero es un viejo sentado al fuego, mientras que en el menologio del friso de la iglesia de Campisábalos la escena correspondiente a este mes muestra a un viñador con una especie de pala con astil alargado trabajando alrededor de una cepa de vid, se supone que realizando tareas de binado, o sea, de cavado y eliminación de malas hierbas. Por cierto, mientras que en el mensario de Beleña las escenas que representan cada mes del año están ordenadas de izquierda a derecha, en el sentido de las agujas del reloj, en el de Campisábalos estas escenas se representan a la inversa, de derecha a izquierda, algo singular, pero no único, pues en este mismo sentido inverso aparecen en otros mensarios como, por ejemplo, el que se localiza en una de las iglesias más conocidas del románico catalán, la de Santa María de Ripoll, en Gerona, España.
La escena del hombre viejo calentándose al fuego que representa a febrero en el menologio de Beleña tiene dos interpretaciones para haber sido elegida por el escultor medieval como tal, una más compleja y la otra, aparentemente muy simple; vayamos primero con la segunda: en este mes, ecuador aún del invierno, el frío suele apretar de lo lindo, hasta el punto de que la oveja le dice al pastor: “sácame de este rincón y llévame a un carasol”. La interpretación más compleja, de la que he tenido conocimiento gracias a la sabiduría de Antonio Herrera Casado en su estudio titulado “El calendario románico de Beleña de Sorbe”, es que esta escena del lugareño calentándose en la lumbre es una herencia bizantina, por tanto, del imperio romano oriental en el que el año comenzaba en marzo, por lo que febrero era el último mes de su calendario y el viejo venía a representar el fin de ciclo.
Me llama mucho la atención que en el menologio de Campisábalos, los meses de febrero, marzo y abril representen escenas de labores de cuidado de las viñas, cuando este pueblo serrano del norte de Guadalajara está a 1350 metros de altitud sobre el nivel del mar, una altura en la que el cultivo de la vid ya está biológicamente muy comprometido por la prolongación de los inviernos, con sus nieves y sus hielos, y la cortedad de las primaveras y los otoños. De hecho, las 42 hectáreas de viñedo de las todavía jóvenes, pero ya justamente afamadas, bodegas de Cogolludo en las que se produce el vino de la marca “Río Negro” están a 1000 metros de altitud y, en la publicidad de este gran caldo, se destaca que a esa altitud “se están desafiando los límites tradicionales de este cultivo”, por lo que los 350 metros más de altitud de Campisábalos sobre los viñedos de Cogolludo ya no es que constituyan un desafío para la vid, sino casi un imposible. De este dato deduzco que, aunque la vid no sea el cultivo más apropiado en aquellos páramos altos de la Serranía de Pela, el escultor del mensario de San Bartolomé quiso rendir un homenaje, no a la vid, sino al vino, una bebida que, por ser alcohólica, tiene en los últimos tiempos fuerte carga de censura su consumo en exceso, pero que, por ejemplo, en la Edad Media, cuando se construyó esta iglesia, que data del siglo XIII, los monjes lo utilizaban junto con plantas medicinales para curar ciertos males; incluso en el Renacimiento numerosas recetas médicas contenían plantas maceradas en vino con acción antiséptica para el tratamiento de procesos infecciosos y en los siglos XVII y XVIII, el vino gozaba de mayor prestigio que el agua, a la que se le considerada como mala bebida, posiblemente por las infecciones que de su consumo se derivaban, aseveraciones que no son mías, sino del doctor Giménez Martínez, que forma parte del departamento de Nutrición de la Facultad de Farmacia de la Universidad de Granada. En todo caso, no hagan bueno este refrán: “A mala cama, colchón de vino”. Termino ya: Febrero el corto, días veintiocho; mas si el año bisiesto fuere, cuenta días veintinueve. Como es el caso.